jueves, 25 de noviembre de 2010

Relato: Cristales rotos

La primera vez que la vi llorar por su culpa fue a escondidas. 

No sé muy bien qué hora era, aunque puedo asegurar que tarde, porque mi madre ya me había acostado. Como cada noche, ella había sido la encargada de arroparme en la cama, contándome un cuento  mientras mi padre volvía de no sé dónde (aún sigo sin saberlo, o quizás nunca quise hacerlo). Con su voz suave y sus labios dulces me dio un beso en la frente y me susurró un "buenas noches, princesita" tan cálido como sólo una madre era capaz de pronunciar. 

Caí en un profundo sueño sumergida por las palabras de mi madre; nada podría perturbar mi placentero descanso, o al menos en eso confiaba yo cuando cerré los ojos y me dejé llevar. 

No sé qué hora era, sólo sé que abrí los ojos y vi las imágenes que desprendía sobre el techo mi lámpara de luz, escenas de animales plácidos, tiernos, incapaces de provocar dolor. En la tranquilidad de mi cuarto escuché ruidos de golpes, cristales rotos, gritos, súplicas. En ese momento no entendí bien qué pasaba aunque reconocía perfectamente las voces de mis padres. Preocupada por los ruidos me levanté de mi cama y caminé hacia la puerta de mi habitación sosteniendo con mi brazo izquierdo a mi osito Pepe, como buscando en él el apoyo de un amigo fiel. Antes de que me diera tiempo a salir al pasillo oí el portazo que daba mi padre al salir de mi casa. 

<<¡Paaaaaam!>>.

Tan fuerte que mi corazón empezó a latir preso de los nervios. A través de la puerta escuché entonces un sollozo, desolador, contenido, mezcla de rabia y resignación. Así el picaporte de la puerta y la abrí lentamente, asomando un ojo a través del pequeño hueco que había creado. Y la vi. Mi madre, una mujer alegre que siempre tenía tiempo para dedicarme un beso y una sonrisa, se encontraba ahora en una esquina de la cocina, ahogando su rabia, con el pelo enmarañado y los ojos rojos de tanto llorar, no de dolor, sino de humillación. Así se sentía en ese momento: humillada, hundida, maltratada por un hombre que decía amarla y que sólo era capaz de demostrárselo a golpes, y junto a sus pies descalzos una hilera de cristales rotos.

Mi madre nunca supo que la vi aquella noche, la primera de muchas, lamiéndose las heridas hasta el día en que los cristales rotos que había dejado su corazón ya no se pudieron unir nunca más.


CONTRA EL MALTRATADOR, TOLERANCIA 0

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