lunes, 7 de septiembre de 2009

la fábula del Agua

Dicen que el agua es fuente de vida. Pues bien, esta es la historia de un pequeño pueblo enclavado en la sierra, entre El Bosque y Grazalema. Este pueblo y sus habitantes eran conocidos en toda la región por sus fiestas, por esas palizas –medio fingidas- que moros y cristianos se gastaban cada primeros de agosto. Benamahoma –así se llamaba el pueblo- tenía sin embargo otra peculiaridad que lo hacía especial: el agua que manaba de sus raíces hace más de sesenta años y ahora de una pared blanca.

Todas las mañanas decenas de personas se afanaban por hacer suyo este maná, y cargaban en sus coches botellas y botellas de agua. Pero vosotros os preguntareis, ¿qué tenía de especial esta agua para que todos quisieran llevarse un poco? Pues bien, nada más lejos de lo sencillo. Este líquido transparente procedía directamente del nacimiento del río Majaceite en una de las montañas cercanas al pueblo. Este río era por su potencia y caudal uno de los más importantes de Andalucía, afluente del Guadalete, suministraba a toda la comarca –y a los que se la llevaban en cantidades escandalosas más allá de las fronteras de la región.

A pesar de que al pueblo también le llegaba esta misma agua pero ya habiendo sido tratada sanitariamente, los vecinos se resistían a desviarse de la rutina y bajaban cada mañana a la fuente a por su poquita de agua para el día. La diferencia entre la de la fuente y la de los grifos del pueblo casi no era apreciable, sin embargo los aldeanos decía que la de sus casas tenía cloro. Los más jóvenes se reían de ellos. ¿Cómo va a ser eso posible?, les decían entre risas, pero los ancianos sabían que su verdad era cierta, y que el agua de su fuente, la misma que brotaba de una roca en el nacimiento del pueblo era la que les daba la vitalidad de la que gozaban a su edad.

Más allá de la verdad, los visitantes acaparaban la fuente a todas horas para poder disfrutar en sus localidades de origen de la misma agua de la que gozaban en Benamahoma. Sevillanos, gaditanos, jerezanos y hasta catalanes llenaban una a una la pila de garrafas que tenían a sus pies. Está buena. Decían unos. Sabe diferente. Comentaban otros.

La realidad estaba delante de sus narices.

Era agua de la montaña, limpia, pura, fresca, con un sabor tan especial que nadie se resistía a marcharse de allí sin su pequeña porción de Benamahoma, la fuente de vida que más que nunca se cumplía en este pueblo.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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